NI FUERON FELICES NI COMIERON PERDICES...
Y NI FALTA
QUE LES HACÍA
Miguel había vivido toda su vida como un escudero
de una espléndida corte, con una vida llena de altibajos y marcada de humildad y el consuelo de poder ver mundo si lograba llegar a
caballero de la corte.
Tenía un sueño.
Por otro lado, Elvira había pasado toda su
infancia entre lujos y al cuidado de doncellas, arropada todas las
noches en una mullida cama con dosel. También tenía un sueño en
mente y era poder convertirse en la señora elegante de un apuesto
señor feudal.
Todas esas ideas se vieron descolocadas un buen
día de verano en el que la doncella salió de paseo pensando en lo
poco que le quedaba para casarse con lo que en vez de ser un apuesto
señor feudal sería un anciano y burdo conde de unas tierras
lejanas y oscuras. Pensaba en escapar esa misma tarde cuando en el
camino se encontró con el escudero Miguel que se escondía de unos
malhechores que perseguían a sus amigos. El muchacho le contó sus
andanzas y cómo se había visto truncado su sueño de ser caballero,
puesto que la corte de su rey estaba siendo corrompida por malos
consejeros que amañaban torneos.
Ante todo aquello, ambos jóvenes decidieron
marchar esa misma tarde con la caída del sol y dejar que el camino
les llevara a algo nuevo y desconocido que podría ser mejor que lo
que en ese reino les prometían. Puesto que a Elvira la encerarían de por vida por faltar al cumplimiento de sus votos prematrimoniales t a Miguel le relegarían de puesto en la corte. Ambos anclados para siempre.
Al llegar a un puerto tras cuatro días de viaje entre bosques espesos, ambos habiendo forjado una
buena amistad de cómplices que huían escuchando la historia del otro.
A lo mejor la felicidad no la encontraban caminando hacia un altar o a lomos de un corcel blandiendo una espada en varias batallas donde siempre perdían los mismos.
Miguel le regaló a su nueva amiga una daga y se despidió de ella posando un suave beso en su mano. A lo cual ella respondió dándole en un camafeo con un mechón de la larga melena castaña que se había cortado nada más emprender su viaje y de la cual había conservando tan solo una pequeña trenza, un recuerdo de su transformación al mundo.
Separaron sus caminos deseándose la mejor de las suertes.

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