Continuación
de una historia:
La noche
que debía recubrirse de un hermoso manto de estrellas en aquella
mágica tierra africana, ahora se veía empañada por la oscuridad de
una siniestra y peligrosa columna humeante y oscura, proveniente de
un fuego que consumía todo a su paso por los alrededores del extenso
y humilde poblado del joven y temerario príncipe Akinyemi, cuya
curiosidad y búsqueda por la aventura le llevó a que sus ojos se
llenaran de sorpresa al contemplar tan impactante paisaje de su amado
hogar en la lejanía. Podía ver cómo el rostro de su mejor amigo
Lesedi se llenaba de lágrimas y en ellas creía poder ver el reflejo
del fuego.
De repente,
ambos sintieron cómo un escalofrío recorría su espina dorsal. Algo
se acercaba paseando entre los arbustos. Habían desobedecido e
ignorado las advertencias del rey Makonnen, padre de Akinyemi, sobre
adentrarse en esos terrenos oscuros de Mathba, el ser tenebroso.
- ¡Debemos
darnos prisa, Akinyemi! –exclamó Lesedi fijando una mirada de
pánico en su amigo de la infancia- El poblado está en peligro.
Akinyemi se
puso instintivamente en guardia con la mirada en el camino que habían
recorrido para salir de la laguna de aguas saladas cuando poco a poco
veía definirse otra figura humana con ojos centelleantes de color
amarillo.
-¿Quién
anda ahí? –dijo apretando los puños intuyendo de quién se
trataba y a la vez pensando que sería imposible.
Un hombre
de silueta imponente, ataviado con el típico atuendo ceremonial de
los rituales que en el poblado se realizaban, salió de entre el
ramaje y habló con una voz grave y extraña que consiguió helar la
sangre de Lesedi:
-Todo aquel
que se adentra en mi territorio correrá un riesgo. El que se baña
en mis manantiales sin permiso deberá pagar un precio.
Era el
mismísimo Mathba, dueño de las tierras oscuras en persona. Caminaba
a paso lento mirando a los jóvenes analíticamente. No había enfado
ni ira en su rostro, solo una siniestra serenidad.
-Mathba el
oscuro –musitó Akinyemi-, has sido tú el que ha provocado el
fuego en nuestras casas.
-Debéis de
pagar. Habéis mancillado mis terrenos, algo sagrado para mí, por lo
que yo os castigo de la misma forma.
-¡Por
favor, Mathba, perdónanos! –dijo Lesedi con una nota de
desesperación poniéndose de rodillas ante él. Aún no sabía de
dónde sacaba el valor para hablar.
-Haremos lo
que sea –intervino Akinyemi-. Pero nuestros hermanos no tienen por
qué pagar nuestra temeridad.
El ser de
apariencia humana se cruzó de brazos sin perder su actitud
imponente, observando al arrodillado de mirada suplicante y al que
apretaba los puños con expresión de tribulación:
-Puedo
revertir el tiempo en vuestro poblado, ordenar a la lluvia que empañe
la mente de vuestros hermanos para hacer que no recuerden nada de lo
sucedido y que la vida sea la misma para todos. A cambio de esto,
como condena, viviréis aquí como mis sirvientes hasta el fin de
vuestros días.
Los amigos
de la infancia compartieron una mirada de incertidumbre.
-Estás
loco –espetó Akinyemi–. ¿Y cómo pretendes que vivamos aquí?
Somos los guerreros de nuestra aldea. Yo además el futuro soberano.
Además en este lugar no podremos subsistir como en la aldea…
De repente
se empezaron a escuchar lamentos desde la explanada donde el fuego
iba sentenciando el destino de la familia de Akinyemi y de Lesedi.
-Sea pues.
Si así queréis vivir, esas voces os atormentarán de por vida. En
cambio, sirviéndome, vivirán y las veréis a salvo en la lejanía,
aprendiendo a advertir al resto de no adentrarse aquí sin permiso.
-¡Pero no
podremos volver a verlos! Pretendes que vivamos solos dos humanos
defendiéndose en estos terrenos…
-Yo no he
dicho que me vayáis a servir como humanos –interrumpió Mathba
mirando a Akinyemi con más severidad, pero el muchacho no se
amedrentó-. Decidid ya o seguid sufriendo.
De la nada
apareció una hiena que se dejó acariciar por Mathba como si de su
dueño se tratase.
-¿Estaríais
dispuestos a sacrificar vuestra vida humana para convertiros en un
animal de carroña?
-Maldito
seas, Mathba –Akinyemi levantó a Lesedi del suelo en forma de
exigencia para que dejase de suplicar.
-Por favor,
Mathba –dijo Lesedi posando una mano en el hombro de su amigo-
Akinyemi deberá reinar en el poblado cuando su padre ya no esté.
Sin un guía, el poblado se verá igual de sentenciado que con el
fuego salvaje…
-¿Qué
quieres, entonces? –Mathba mostró una media sonrisa por primera
vez y dejó que el que parecía ser el más asustado continuara:
-¿No
podría ser solo uno el que cumpla con el castigo? –Lesedi lanzó
un suspiro y cogió fuerzas para explicarse- Yo no soy el mejor de
los guerreros en nuestro hogar, Akinyemi servirá mejor que yo en
casa. Sí así puedo enmendar las consecuencias de mi imprudencia,
aprender de mi error y salvar a mi pueblo, lo haré. Haré lo que
sea…
Akinyemi
sintió una oleada de afecto por su amigo en ese momento ante tal
gesto, pero no dijo nada. Miró al ser de ojos amarillos esperando
respuesta, la cual no le gustó:
-¿Crees
que así es, joven príncipe?
El aludido
asintió y la hiena empezó a rodear a los chicos caminando
parsimoniosa. Se hizo un breve silencio entre los tres contrastado
con los lamentos lejanos.
-Entonces,
eres digno del trono de tu poblado… joven Lesedi.
Los amigos
volvieron a mirarse con desconcierto. Y ahora el temor y el rostro
desafiante de Akinyemi se pronunció en su rostro junto con un tono
de indignación:
-¡Explícate!
–el príncipe Akinyemi dejó escapar un gesto de incredulidad y una
leve risa nerviosa.
-¿Sí, por
qué yo? –Lesedi estaba tan confundido…
-Acabas de
demostrar que piensas en el bien de los demás antes que en el tuyo.
Posees las cualidades de un líder cauto y sacrificado. Al contrario
que el legítimo heredero. El guerrero al que su padre confió esta
prueba no la ha superado. Le dije a Makonnen que pactar conmigo trae
consecuencias.
-Una
prueba… –poco a poco a Akinyemi le iba invadiendo la cólera- ¡No
es posible que mi propio padre me haya hecho esto!... ¡Mientes! Es
una conspiración para destronarme. Y tú –se dirigió enfurecido a
Lesedi alzando los puños- estabas esperando la oportunidad de
hacerte con mi poder…
Por más
que Lesedi intentase para hacer recapacitar a su amigo, este ya se
había perdido para siempre. Antes de que hubiera podido propinar
algún golpe, Mathba habló de nuevo paralizando al joven:
-Akinyemi,
yo te condeno a servirme y a ver de lejos cómo tus seres más
cercanos viven sin tu egoísmo.
-¡Tú no
puedes destronarme! –exclamó el joven sintiendo cómo algo dentro
de él iba cambiando. Soltó una risa histérica al mirar por última
vez a quien fue su mejor amigo a los ojos.
Ante
la mirada atónita de Lesedi, apareció un animal de cuatro patas, de
hocico chato, orejas largas y puntiagudas y mucho pelo con ojos
centelleantes.
De
la nada apareció la lluvia para sanar el daño infligido.
-Ya te lo
dije, joven guerrero –dijo Mathba observando cómo las dos hienas
que ahora había, corriendo hacia caminos oscuros -; Todo aquel que
se adentra en mi territorio correrá un riesgo, el de descubrir qué
hay verdaderamente en el fondo de su corazón.
Durante
años, Lesedi reinó de forma sabía con la aceptación de Makonnen
y del resto de los habitantes del poblado, con
el peso de sus recuerdos hacia el hombre que no pasó la prueba de
conocerse a sí mismo. Mientras, al anochecer, se escuchaban los
ruidos de las hienas al cazar. Cumpliendo su papel en la naturaleza,
despejaban los lugares de restos de animales muertos y demostraban
ser demasiado cobardes para ir solas. Lesedi se lamentaba, pero
también dormía con el consuelo de saber que su alma no se había
corrompido en un instante como la de quien fue casi un hermano.
Por
eso a la hiena se le considera un ser bajo y cobarde.
Fin


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