04 junio 2018

Continuación de una historia







Continuación de una historia:


La noche que debía recubrirse de un hermoso manto de estrellas en aquella mágica tierra africana, ahora se veía empañada por la oscuridad de una siniestra y peligrosa columna humeante y oscura, proveniente de un fuego que consumía todo a su paso por los alrededores del extenso y humilde poblado del joven y temerario príncipe Akinyemi, cuya curiosidad y búsqueda por la aventura le llevó a que sus ojos se llenaran de sorpresa al contemplar tan impactante paisaje de su amado hogar en la lejanía. Podía ver cómo el rostro de su mejor amigo Lesedi se llenaba de lágrimas y en ellas creía poder ver el reflejo del fuego.
De repente, ambos sintieron cómo un escalofrío recorría su espina dorsal. Algo se acercaba paseando entre los arbustos. Habían desobedecido e ignorado las advertencias del rey Makonnen, padre de Akinyemi, sobre adentrarse en esos terrenos oscuros de Mathba, el ser tenebroso.
- ¡Debemos darnos prisa, Akinyemi! –exclamó Lesedi fijando una mirada de pánico en su amigo de la infancia- El poblado está en peligro.
Akinyemi se puso instintivamente en guardia con la mirada en el camino que habían recorrido para salir de la laguna de aguas saladas cuando poco a poco veía definirse otra figura humana con ojos centelleantes de color amarillo.
-¿Quién anda ahí? –dijo apretando los puños intuyendo de quién se trataba y a la vez pensando que sería imposible.
Un hombre de silueta imponente, ataviado con el típico atuendo ceremonial de los rituales que en el poblado se realizaban, salió de entre el ramaje y habló con una voz grave y extraña que consiguió helar la sangre de Lesedi:
-Todo aquel que se adentra en mi territorio correrá un riesgo. El que se baña en mis manantiales sin permiso deberá pagar un precio.
Era el mismísimo Mathba, dueño de las tierras oscuras en persona. Caminaba a paso lento mirando a los jóvenes analíticamente. No había enfado ni ira en su rostro, solo una siniestra serenidad.
-Mathba el oscuro –musitó Akinyemi-, has sido tú el que ha provocado el fuego en nuestras casas.
-Debéis de pagar. Habéis mancillado mis terrenos, algo sagrado para mí, por lo que yo os castigo de la misma forma.
-¡Por favor, Mathba, perdónanos! –dijo Lesedi con una nota de desesperación poniéndose de rodillas ante él. Aún no sabía de dónde sacaba el valor para hablar.
-Haremos lo que sea –intervino Akinyemi-. Pero nuestros hermanos no tienen por qué pagar nuestra temeridad.
El ser de apariencia humana se cruzó de brazos sin perder su actitud imponente, observando al arrodillado de mirada suplicante y al que apretaba los puños con expresión de tribulación:
-Puedo revertir el tiempo en vuestro poblado, ordenar a la lluvia que empañe la mente de vuestros hermanos para hacer que no recuerden nada de lo sucedido y que la vida sea la misma para todos. A cambio de esto, como condena, viviréis aquí como mis sirvientes hasta el fin de vuestros días.
Los amigos de la infancia compartieron una mirada de incertidumbre.
-Estás loco –espetó Akinyemi–. ¿Y cómo pretendes que vivamos aquí? Somos los guerreros de nuestra aldea. Yo además el futuro soberano. Además en este lugar no podremos subsistir como en la aldea…
De repente se empezaron a escuchar lamentos desde la explanada donde el fuego iba sentenciando el destino de la familia de Akinyemi y de Lesedi.
-Sea pues. Si así queréis vivir, esas voces os atormentarán de por vida. En cambio, sirviéndome, vivirán y las veréis a salvo en la lejanía, aprendiendo a advertir al resto de no adentrarse aquí sin permiso.
-¡Pero no podremos volver a verlos! Pretendes que vivamos solos dos humanos defendiéndose en estos terrenos…
-Yo no he dicho que me vayáis a servir como humanos –interrumpió Mathba mirando a Akinyemi con más severidad, pero el muchacho no se amedrentó-. Decidid ya o seguid sufriendo.
De la nada apareció una hiena que se dejó acariciar por Mathba como si de su dueño se tratase.
-¿Estaríais dispuestos a sacrificar vuestra vida humana para convertiros en un animal de carroña?
-Maldito seas, Mathba –Akinyemi levantó a Lesedi del suelo en forma de exigencia para que dejase de suplicar.
-Por favor, Mathba –dijo Lesedi posando una mano en el hombro de su amigo- Akinyemi deberá reinar en el poblado cuando su padre ya no esté. Sin un guía, el poblado se verá igual de sentenciado que con el fuego salvaje…
-¿Qué quieres, entonces? –Mathba mostró una media sonrisa por primera vez y dejó que el que parecía ser el más asustado continuara:
-¿No podría ser solo uno el que cumpla con el castigo? –Lesedi lanzó un suspiro y cogió fuerzas para explicarse- Yo no soy el mejor de los guerreros en nuestro hogar, Akinyemi servirá mejor que yo en casa. Sí así puedo enmendar las consecuencias de mi imprudencia, aprender de mi error y salvar a mi pueblo, lo haré. Haré lo que sea…
Akinyemi sintió una oleada de afecto por su amigo en ese momento ante tal gesto, pero no dijo nada. Miró al ser de ojos amarillos esperando respuesta, la cual no le gustó:
-¿Crees que así es, joven príncipe?
El aludido asintió y la hiena empezó a rodear a los chicos caminando parsimoniosa. Se hizo un breve silencio entre los tres contrastado con los lamentos lejanos.
-Entonces, eres digno del trono de tu poblado… joven Lesedi.
Los amigos volvieron a mirarse con desconcierto. Y ahora el temor y el rostro desafiante de Akinyemi se pronunció en su rostro junto con un tono de indignación:
-¡Explícate! –el príncipe Akinyemi dejó escapar un gesto de incredulidad y una leve risa nerviosa.
-¿Sí, por qué yo? –Lesedi estaba tan confundido…
-Acabas de demostrar que piensas en el bien de los demás antes que en el tuyo. Posees las cualidades de un líder cauto y sacrificado. Al contrario que el legítimo heredero. El guerrero al que su padre confió esta prueba no la ha superado. Le dije a Makonnen que pactar conmigo trae consecuencias.
-Una prueba… –poco a poco a Akinyemi le iba invadiendo la cólera- ¡No es posible que mi propio padre me haya hecho esto!... ¡Mientes! Es una conspiración para destronarme. Y tú –se dirigió enfurecido a Lesedi alzando los puños- estabas esperando la oportunidad de hacerte con mi poder…
Por más que Lesedi intentase para hacer recapacitar a su amigo, este ya se había perdido para siempre. Antes de que hubiera podido propinar algún golpe, Mathba habló de nuevo paralizando al joven:
-Akinyemi, yo te condeno a servirme y a ver de lejos cómo tus seres más cercanos viven sin tu egoísmo.
-¡Tú no puedes destronarme! –exclamó el joven sintiendo cómo algo dentro de él iba cambiando. Soltó una risa histérica al mirar por última vez a quien fue su mejor amigo a los ojos.
Ante la mirada atónita de Lesedi, apareció un animal de cuatro patas, de hocico chato, orejas largas y puntiagudas y mucho pelo con ojos centelleantes.
De la nada apareció la lluvia para sanar el daño infligido.
-Ya te lo dije, joven guerrero –dijo Mathba observando cómo las dos hienas que ahora había, corriendo hacia caminos oscuros -; Todo aquel que se adentra en mi territorio correrá un riesgo, el de descubrir qué hay verdaderamente en el fondo de su corazón.
Durante años, Lesedi reinó de forma sabía con la aceptación de Makonnen y del resto de los habitantes del poblado, con el peso de sus recuerdos hacia el hombre que no pasó la prueba de conocerse a sí mismo. Mientras, al anochecer, se escuchaban los ruidos de las hienas al cazar. Cumpliendo su papel en la naturaleza, despejaban los lugares de restos de animales muertos y demostraban ser demasiado cobardes para ir solas. Lesedi se lamentaba, pero también dormía con el consuelo de saber que su alma no se había corrompido en un instante como la de quien fue casi un hermano.
Por eso a la hiena se le considera un ser bajo y cobarde.


Fin




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